miércoles, 1 de abril de 2009

Vendo violín medio con poco uso


Elibeth Eduardo

Debo confesarlo: aunque nacida y (parcialmente) criada en Caracas, en muchos sentidos soy una mujer de pueblo. Quizás no deba sorprender: la condición de citadinos la dan los hábitos y mi madre es hija de una con costumbres más bien rurales como recogerse, acostarse y levantarse temprano porque el sitio de una mujer decente es su casa... Por más decimonónico que esto suene.
A ese discurso se une, por supuesto, el que los deportes son de varones: para las niñitas cocina, ganchillo, calceta y cosas así...
Sumemos que, cuando empezaron disiparse las nieblas de la primera infancia, me recuerdo llegando de noche a donde estudiaría mi primaria, es decir, Caricuao... Viaje que, para mi padre, era tan largo como "ir a Barquisimeto" y zona capitalina donde sus habitantes aún intentan confirmar qué hay de cierto en el rumor de que ellos viven en Caracas. Siempre he tenido la respuesta a esa pregunta: ayer como hoy el rumor es falso... con todo y metro.
Así que de niña fui a los zoológicos cercanos (local y El Pinar), creo recordar que alguna vez me llevaron al circo y no íbamos mucho al cine pues sufro de una fuerte fotosensibilidad a la que la pantalla de cine aún le hace mucho daño: si la sala es pequeña, quedo muy cerca de la primera fila o no llevo lentes (en mi infancia no me los recetaron) el dolor de cabeza puede durarme tres días. El cine, pues, quedó descartado.
Y, como el bachillerato lo hice en el interior, la condición de montuna quedó garantizada. Mis - pocos - hábitos citadinos, culturosos y desenfadados los aprendí de las malas compañías (versión de Serrat) que adquirí en la universidad. A Dios gracias.
De no haber sido por mi gusto por la música clásica (que no heredé de nadie), mi interés por la economía, la pasión por la lectura y la escritura, así como la notable inteligencia que me legaron mis genes (la modestia no vino incluida), he podido terminar - sin ofender - como una joven ama de casa con niños en edad escolar o de buhonera en la Baralt. Lo que les parezca peor.



Compremos luz
Con todo ello quisiera evidenciar, sin la más mínima vergüenza, que mi ignorancia en muchas cosas es infinita y ha sido compensada con mucho estudio y los divinos amigos que Dios me ha regalado. Pero, para muchos efectos, soy una perfecta campurosa que, sin embargo, no lee mal ni el inglés ni el francés. Cosas de la Venezuela saudita.
No obstante, me gusta pensar, que esa inocencia "pastoral" me permite disfrutar de Caracas: amarla, apreciarla en lo que parece absurda y valorarla en esos matices insólitos que lograron que el realismo mágico y lo real maravilloso de García Márquez y Carpentier no hayan podido gestarse en ninguna otra ciudad del universo mundo, por más que nadie le reconozca a Caracas ese entre sus muchos otros méritos.
Por eso cuando, recientemente, alguien me dijo "voy a almorzar rápido porque después tengo que ir a comprar un violín (para su hija) que un señor vende en su apartamento", rápidamente pasé revista en mi mente de las cosas que sé que la gente vende en sus casas: helados, cerveza, tortas, prendas, ropa... No, violines no.
Por la inmediata respuesta de mostrarme el volante en que se hacia la promoción de chelos, violas, tubas... y violines, supuse que mi cara había sido la misma que cuando estuve por primera vez en Curazao: la amiga con la que me quedé me dijo (llegando) que teníamos que parar en una farmacia específica para "comprar luz"...
No pagar, comprar. Por supuesto, no entendí... porque nosotros no tenemos eso: allá los servicios de agua y luz son tan caros que, en el caso de la electricidad, tienen la opción de "prepago" para que controlen su consumo "recargando" 10, 15, 50 florines, a través de una tarjeta inteligente y una cónsola en la que introducen el código de la recarga, tantas veces como la realicen al mes.

Volviendo a violín
El volante me resultó tan gracioso como los avisos clasificados personales que reseñan en sus novelas mis autores ingleses favoritos: cosas insólitas para comunicarse con otros, con curiosas claves que yo jamás (ni que fuera conmigo) lograría reconocer.
No pude dejar de pensar que todo era una joda de esas que hacen famosos a los venezolanos. Me equivoqué.
Horas más tarde, yo -la campurusa- tuve el placer de tocar el primer violín que he visto en mi vida... el cual no pedí sostener por la misma reverencia que tengo ante la bella fragilidad de los recién nacidos.
Pensé que lo único que podía resultarme similar fue la primera vez que mire por un telescopio gracias a que otra amiga le había regalado uno a su hija, el cual ocupaba un sitial preferencial en su balcón mirando invariablemente hacia el Cuartel San Carlos para apreciarlo -día y noche- en todo su esplendor.
No me costó imaginarle la cara de fascinación de la niña al recibir el violín: pudo haber sido la mía de haber sido el caso.
Ahora, en alguna parte de Mercadolibre, alguien vende el violín anterior de su hija, con poco uso y en buen estado.
¿El despacho? Desde su casa en Caracas, por supuesto...

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