Elibeth Eduardo | @ely_e
No hay duda: cuando uno contempla la ejecución de Tobías Menzies en "Inframundo, Guerras de Sangre" sabe que - al fin - Alan Rickman tiene sucesor como el villano inglés más recordado de todos los tiempos, compitiendo con el Voldemort de Ralph Fiennes y - por supuesto - el caníbal que inmortalizó Anthony Hopkins.
Pero, para quienes sólo lo conocen como el débil amo de "Aguas Dulces" en Juego de Tronos, su performance será toda una sorpresa.
No así para los conocedores de
la más reciente producción de Ronald D. Moore.
Y es que la serie que recoge la saga Outlander de la estadounidense Diana Gabaldón cuenta con un personaje oscuro, sólo comparable a Cruela De Vil, la más absurda villana de los cuentos de hadas.
Sin embargo, lo único que comparten ambos personajes es que su maldad es tan extrema como infundada: no hay razón para que sean así y, por tanto, resultan brutalmente inhumanos.
EL ESPEJO OSCURO. Gabaldón comparte con su amigo George R.R. Martin mi profundo desinterés por leer sus libros aunque los motivos son diferentes.
En el caso de R.R., rechazo hundirme en las imágenes más crudas de la zaga "Canción de Fuego y Hielo" que (se sabe) no llegaron a la serie televisiva. De hecho, sus fetiches superan mi aversión por los de Polanski y eso ya es mucho decir.
De la Forastera de Gabaldón, en cambio, me separa el poco afecto que me producen los libros de aventuras, hecho que me distanció en mi adolescencia de autores como Jonathan Swift, Mark Twain o cualquiera de los Dumas.
Lo mío es el misterio, la lógica del policial que aprovecha magistralmente J.K. Rowling en "El Prisionero de Azkaban" pero cuyas huellas encontramos en sitios insospechados como, por ejemplo, Jane Eyre.
La señora Gabaldón pues, cultiva un género que sólo me encanta en la tele, donde es fácil de hallar y funciona muy bien.
Dicho esto, sería capaz de leer el libro que inicia la zaga Outlander sólo para conocer de primera mano el trazo con el que se perfiló a Jonathan "Black Jack" Randall: un personaje que usa la tortura tanto física como emocional con psicopática frialdad.
Tal es la flema que lo único que nos hace pensar que lo disfruta es su incapacidad para detenerse. O titubear.
En contraste, su sereno, estudioso y amable descendiente, Frank Randall, le da la oportunidad a Menzies de realizar un doble papel que precisa de mucho talento actoral: ni las ropas ni el maquillaje pueden ayudarlo a crear tan grandes diferencias psicológicas que, sin embargo, permiten distinguir quién es quién tan sólo con una mirada. Por una mirada.
RETRATO DE UN VIOLADOR. Ni Gabaldón ni Moore nos ahorran muestras de lo que Black Jack es: desnuda a una joven frente a su hermano; azota a un hombre hasta desollarlo y - peor - insiste en que las heridas de esa espalda son SU obra de arte.
Y sigue: no le basta patear a una mujer ("son tan blandas") sino que intenta enseñar a un soldado a "disfrutar" de tal práctica.
Sí, decir que Jonathan Randall es un loco o un animal es restarle fuerza a su indiscutible condición de sádico.
¿Intenta Gabaldón hacernos creer que la causa de tal oscuridad es su homosexualidad? Si lo hace Moore lo diluye presentándolo, más bien, como el accionar de un alma que se sabe pérdida. Nada de lo que haga lo librará del infierno que su condición determina. Entonces, ¿para qué intentar ser bueno si, además, disfruta dando rienda suelta a su infierno personal.
En este punto, sobran los calificativos y se nos revela en forma simple: es un alma desgraciada que no espera ni cree merecer perdón.
HOMBRE ROTO. Pero estas no son reflexiones de voz quebrada o atormentada. No.
La marca de este personaje es la frialdad. Rasgo que está allí mientras sodomiza a nuestro héroe. También luego de que nos ha dejado ver (con apenas un gesto) la profundidad de sus ganas. Con una media sonrisa, con ese ligero calor en la voz al fin ha develado el por qué del encono contra los protagonistas: quiere a Jaime (intensamente) para él.
Por eso no tolera que ame a Claire, que se refugié en su nombre y en la añoranza de su rostro para escapar del tormento que le está causando.
Tampoco se rinde e intenta con engaño lo que no pudo por la fuerza: se "recubre" de Claire para que su esposo - quien delira por sus heridas - abandone su resistencia y... se relaje.
Paremos: esta sofisticada, retorcida y osada estratagema nos proporciona la más perfecta escena de tortura psicológica que haya visto presentar en ninguna pantalla. Adiós a Javier Bardem tentando al Bond de Daniel Craig.
Randall, un hombre culto, pone en evidencia que cualquier talento luce sucio en un torturador.
Su cálculo y paciencia al dejar actuar a la biología es impecable. La virilidad de nuestro héroe deberá encarar la desgracia que han enfrentado algunas mujeres violadas por apenas unos segundos de placer en medio del miedo, la impotencia y la humillación.
Miramos como el horror se apodera del rostro de Jaime al comprarle a Black Jack que su amada jamás le perdonará lo que no es más que una respuesta física, tan incontrolable como el hipo y el hambre. O la sed.
El DIABLO ENTRE NOSOTROS. El triunfo de Randall se convierte en el infierno de Jaime y la derrota de Claire en un climax emocional magistralmente narrado por Ronald D. Moore en "The redemption of a man's soul".
Al final, como en "Más allá de los sueños" (1999 ), se nos recuerda que el infierno sólo es posible si permanecemos solos por lo que el pedido de Claire a su esposo de que la mate si insiste en dejarse morir re-escribe con éxito el mito de Orfeo.
Pero, ¿este resultado nos permite intentar sentir empatía por Randall? ¿Como Claire, debemos preguntarnos si él sería quién es si no hubiese tenido que vivir los rigores del combate? O, por el contrario, ¿las guerras acoso nos libran de que estos monstruos habiten y depreden alrededor de nosotros? ¿Son los asesinos en serie, los capos y los azotes de barrio los Black Jacks de los tiempos de paz?
Antes de morir en Culloden, nos muestran a un Jonathan Randall que es capaz de sentir amor por su hermano y que - casi - intenta ser decente con quien debió ser su cuñada pero que, para resguardarla, se convirtió en su viuda.
Pero todo en él es bizarro. El furioso dolor sin lágrimas de una máscara inexpresiva que golpea el cuerpo que recién era su hermano nos retratan su incapacidad de expresar amor como cualquiera.
STALIN, HITLER, FIDEL. La historia de Black Jack Randall también nos deja una última duda: ¿es él la consecuencia lógica de la búsqueda de sumisión de los ejércitos de ocupación de todos los lugares y tiempos?
¿O acaso su conducta es la validación de Zimbardo de que, en las condiciones de permisividad correctas, todos podemos ser y actuar como monstrous?
Eso, sin duda, explicaría la maldad y distanciamiento emocional que suelen destilar esas "invasiones endógenas" que el mundo acostumbra a denominar como dictaduras.
Pues, si bien el mantenerse en el poder explica (¿lo hace?) que los tiranos estén dispuestos a someter de cualquier forma a sus naciones, las mativaciones de quienes - como Randall - EJECUTAN el cómo (y a sus connacionales) son, por fuerza, más personales: su propio poder, prestigio, seguridad o placer. Su propio Lucifer.
Esto coloca al personaje de Gabaldón, de Moore y, sobre todo, de Menzies como la encarnación del gorilismo del siglo XXI: el que no se hace para construir imperios que "mejoren" al mundo. Ese que, aunque se haga en nombre de una ideología o gentilicio tiene en realidad los mismos motivos avaros y criminales que los de las maras centroamericanas o las mafias de todas las nacionalidades.
EL PEOR DE LOS TIEMPOS. Para aquellos de mi generación que nos preguntábamos cómo eran los gorilas gringos que permitieron quedarse en el poder a Pinochet, Somoza, Gadafi o Fidel la respuesta llegó en la toma contrapicada de las medallas de Jack Nicholson en "A Few Good Men" (1992).
Mas tarde, el arquetipo renace y se reinventa para "combatir" el terrorismo, esta vez en la gélida interpretación de Bruce Willis en "The Siege" (1998).
Anclado en el siglo XVIII, el personaje creado por Diana Gabaldón nos muestra el rostro de los jefes de inteligencia de la SS, la Stasi, ISIS, de mandamases de Nicaragua, Venezuela o la Rusia de Putin.
Es claro, las tiranías y sus monstruos se han actualizado y vienen en nuevos modelos. Mostrar sus males en otras épocas o en un mundo de fantasía le ha permitido a los escritores de todos los tiempos esquivar el debate político: podemos odiarlos pero no nos atrevemos a reconocerlos.
Debemos ver a Joffrey Baratheon y Ranmsy Boulton como la encarnación "millennials" de Calígula y Nerón. De los verdugos e invasores de todos los tiempos.
Pero el capitán de Dragones de su Majestad, por su inteligencia y eficiencia desapasionda, es el peor de todos ellos.
Horroriza a Drácula y a su inspirador Vlad III, el Empalador; Iván El Terrible luce como una caricatura interpretada por Jim Carrey mientras Gengis Khan parece un tataratataratatara abuelo bonachón.
Black Jack, como Rickman, es la viva imagen del villano perfecto. Inmortal. Eterno.
Aplausos de pie para Gabaldón. Su esfuerzo terminó en el único final virtuoso para un exorcismo: ella parió un arquetipo.