Quizás sea
la repentina estancia indefinida de Voldemort, El-que-no-debe-ser-nombrado, por
aquellos lares. Tal vez sea el tener que aceptar, por retruque, a La Habana
como parte del territorio venezolano lo que debe haber ocasionado en mí una
respuesta xenofóbica anormal.
Así, cuando oí
por radio que el VP llamaba en cadena nacional "compatriota" a una
integrante de la baja nomenklatura aludiendo a la "patria grande"
que, aparentemente, constituimos con Cuba me quite, violentamente, los
audífonos.
Eso y lo de
"Miraflores remota" me resultó demasiado: sentí una "divina
indignación", al estilo de las protestas españolas. ¡Qué bolas!
Y entonces,
con ese rubor de espalda que produce la vergüenza, recordé sus palabras:
"la gente empieza a no querernos aquí por todo esto". Auch.
Le había
asegurado que teníamos mala memoria. Que no somos rencorosos y este proceso - ¡por
favor! - en nada cambiaría la natural cercanía que ha caracterizado a nuestros
pueblos.
Lo dije de
buena fe y con auténtica confianza en que debía ser cierto. Pensando que ellos
y nosotros merecíamos que lo fuera... porque los lazos entre pueblos siempre
deberían pesar más que los errores históricos de buenos y malos gobiernos.
Y dije todo
esto sin tener idea de las muchas similitudes idiosincráticas que, entre Cuba y
Venezuela, Alfredo Sainz Blanco dibuja en su más reciente libro de cuentos.
"PONME
LA MANO AQUÍ". La sonrisa es instantánea. La portada, provocadora. Pícara y
coqueta.
No obstante,
la apuesta que realiza el autor con esta tarjeta de presentación, a simple
vista, parece riesgosa. Después de todo, más de un paseante de librerías podría
pensar que tiene en sus manos algo fácil, ligero, lleno todo de pasión
adolescente.
En el
camino, pasada la primera ardorosa anécdota, encontrará que libro y amores se
harán complejos: intensos y fallidos; a distancia; no correspondidos y cada vez
más introspectivos mientras el foco se desplaza de la piel a la mirada; de la
sonrisa a la palabra; de la filosofía al recuerdo, en un intenso e irregular
recorrido que atraviese y se atraviesa con el mar, el son, el sol, la pasión y
el humor... Lo que nos hace, de alguna forma, un solo pueblo: el Caribe...
Siempre el
Caribe.
MARE NOSTRUM. Puede que
ese lector risueño y dispuesto a averiguar hasta dónde llega la mano que nos
hizo sonreír en el primer cuento, se salte a la torera el capítulo De la
Metafísica y, con él, las anécdotas nostálgicas mejor logradas del libro,
incluyendo El blues del invernadero, casi la mejor: la nostalgia - hasta
entonces discreta -, se transforma en un perfume que recorre calles, baja
escaleras, revisa periódicos y nos muestra el tono desvaído que tiñe memorias
propias y ajenas, escondidas tras los romances que articulan el libro... al
menos uno por capítulo.
La obvia
excepción es Crítica Literaria: en ese capítulo, afortunadamente, las pasiones
ni tienen ni pueden tener nombre de mujer. Pero, también, allí encontramos a
Cuba, única y fundamental protagonista. Es ella quien seduce al autor con sus
mujeres y dioses; con sus canciones y pueblos. Sus "batallas". Sus
mentiras.
Venezuela,
por su parte, se distingue a lo lejos como un eco que, al parecer recorre la
isla gracias a la brisa marina o las ondas hertzianas: presente y melliza.
Próxima y lejana.
En cualquier
caso, si nuestro lector ávido de emociones físicas siguió el curioso orden
establecido por el autor ojalá no se salte el capítulo que da nombre a esta
nota: en él los recuerdos se vuelven frescos y en tecnicolor, en un esfuerzo
feroz por escapar del sepia mohoso que suele acompañar al olvido.
Para quienes
creemos que a los libros de cuentos le basta con uno estupendo para ser
recordados, los tres de "Postal del Caribe", justifican la edición.
Sin escándalos
panfletarios, sin declararse expresamente en ninguna posición, Sainz Blanco
destroza cualquier rasgo de ingenuidad en torno a esas leyendas urbanas que
algunos llaman "procesos". No descorrerá el velo: lo hará cenizas
cuando le de la luz de sus miserias... y las nuestras.
A estas
alturas, el lector del comienzo, sin importar el motivo por el que compró el
libro, sentirá que la pícara mano de la portada estará firmemente instalada no
en su muslo sino en el interior de su pecho... apretando suave pero firmemente
una advertencia: digan lo que digan, NO HAY "PARAÍSOS" PERFECTOS.
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