domingo, 26 de junio de 2011

POSTALES DEL CARIBE

ELIBETH EDUARDO

Quizás sea la repentina estancia indefinida de Voldemort, El-que-no-debe-ser-nombrado, por aquellos lares. Tal vez sea el tener que aceptar, por retruque, a La Habana como parte del territorio venezolano lo que debe haber ocasionado en mí una respuesta xenofóbica anormal.
Así, cuando oí por radio que el VP llamaba en cadena nacional "compatriota" a una integrante de la baja nomenklatura aludiendo a la "patria grande" que, aparentemente, constituimos con Cuba me quite, violentamente, los audífonos.
Eso y lo de "Miraflores remota" me resultó demasiado: sentí una "divina indignación", al estilo de las protestas españolas. ¡Qué bolas!
Y entonces, con ese rubor de espalda que produce la vergüenza, recordé sus palabras: "la gente empieza a no querernos aquí por todo esto". Auch.
Le había asegurado que teníamos mala memoria. Que no somos rencorosos y este proceso - ¡por favor! - en nada cambiaría la natural cercanía que ha caracterizado a nuestros pueblos.
Lo dije de buena fe y con auténtica confianza en que debía ser cierto. Pensando que ellos y nosotros merecíamos que lo fuera... porque los lazos entre pueblos siempre deberían pesar más que los errores históricos de buenos y malos gobiernos.
Y dije todo esto sin tener idea de las muchas similitudes idiosincráticas que, entre Cuba y Venezuela, Alfredo Sainz Blanco dibuja en su más reciente libro de cuentos.

"PONME LA MANO AQUÍ". La sonrisa es instantánea. La portada, provocadora. Pícara y coqueta.
No obstante, la apuesta que realiza el autor con esta tarjeta de presentación, a simple vista, parece riesgosa. Después de todo, más de un paseante de librerías podría pensar que tiene en sus manos algo fácil, ligero, lleno todo de pasión adolescente.
En el camino, pasada la primera ardorosa anécdota, encontrará que libro y amores se harán complejos: intensos y fallidos; a distancia; no correspondidos y cada vez más introspectivos mientras el foco se desplaza de la piel a la mirada; de la sonrisa a la palabra; de la filosofía al recuerdo, en un intenso e irregular recorrido que atraviese y se atraviesa con el mar, el son, el sol, la pasión y el humor... Lo que nos hace, de alguna forma, un solo pueblo: el Caribe...
Siempre el Caribe.

MARE NOSTRUM. Puede que ese lector risueño y dispuesto a averiguar hasta dónde llega la mano que nos hizo sonreír en el primer cuento, se salte a la torera el capítulo De la Metafísica y, con él, las anécdotas nostálgicas mejor logradas del libro, incluyendo El blues del invernadero, casi la mejor: la nostalgia - hasta entonces discreta -, se transforma en un perfume que recorre calles, baja escaleras, revisa periódicos y nos muestra el tono desvaído que tiñe memorias propias y ajenas, escondidas tras los romances que articulan el libro... al menos uno por capítulo.
La obvia excepción es Crítica Literaria: en ese capítulo, afortunadamente, las pasiones ni tienen ni pueden tener nombre de mujer. Pero, también, allí encontramos a Cuba, única y fundamental protagonista. Es ella quien seduce al autor con sus mujeres y dioses; con sus canciones y pueblos. Sus "batallas". Sus mentiras.
Venezuela, por su parte, se distingue a lo lejos como un eco que, al parecer recorre la isla gracias a la brisa marina o las ondas hertzianas: presente y melliza. Próxima y lejana.
En cualquier caso, si nuestro lector ávido de emociones físicas siguió el curioso orden establecido por el autor ojalá no se salte el capítulo que da nombre a esta nota: en él los recuerdos se vuelven frescos y en tecnicolor, en un esfuerzo feroz por escapar del sepia mohoso que suele acompañar al olvido.
Para quienes creemos que a los libros de cuentos le basta con uno estupendo para ser recordados, los tres de "Postal del Caribe", justifican la edición.
Sin escándalos panfletarios, sin declararse expresamente en ninguna posición, Sainz Blanco destroza cualquier rasgo de ingenuidad en torno a esas leyendas urbanas que algunos llaman "procesos". No descorrerá el velo: lo hará cenizas cuando le de la luz de sus miserias... y las nuestras.
A estas alturas, el lector del comienzo, sin importar el motivo por el que compró el libro, sentirá que la pícara mano de la portada estará firmemente instalada no en su muslo sino en el interior de su pecho... apretando suave pero firmemente una advertencia: digan lo que digan, NO HAY "PARAÍSOS" PERFECTOS.

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